Historia del vino y el beso en la boca
Polibio es un historiador griego que vivió en el siglo II AC, y se destacar por haber sido el inventor de la escritura de la «Historia Universal». Además de dejarnos 40 libros, de los cuales aún se conservan 5, el autor nos ha regalado el origen del beso en la boca, ¡que lejos se encuentra del romanticismo y pasión actual !
Resulta que Rómulo, fundador y primer rey de Roma, había prohibido a las mujeres beber “temetum”, vino puro. El impedimiento llegaba al extremo que no podían tener llaves de la bodega, y que debían exhalar su aliento ante su marido, para demostrar que realmente no habían tomado.
A cambio, y para promover su “buena conducta”, se les permitía beber vino cocido que evaporaba el alcohol.
Los maridos eran responsables del control de la prohición. Algunos de ellos, ante la duda, rozaban con sus labios a sus esposas en privado, para asegurarse completamente del cumplimiento de la ley.
Con el tiempo, se fueron sucediendo los casos donde el control se transformó en una placentera situación, (¿especialmente en aquellos casos donde se había roto la regla?), lo que permitió que además del derecho romano, su arte, sus ciudades y acueductos, su cultura, sus dioses, el Coliseo, el latín y tantas cosas más, el imperio Romano nos haya legado el beso en la boca en este origen relacionado con el vino.
Y como el vino, el placer y el amor siempre van de la mano, les contamos a continuación una leyenda del primer enamorado que dio vida al vino rosado.
Una declaración de amor con vino rosado
En la estación del amor, nada más y nada menos que la primavera, es cuándo más florecen
esos sentimientos que nos dan burbujas en el paladar, es cuándo más a flor de piel sentimos
las brisas del atardecer, junto a un sol que poco a poco va escondiéndose tras las islas de un
marrón y movedizo río Paraná.
La “Historia del Beso” narra que el primer enamorado real de nuestro planeta, antes de
declarársele a su amada, tomó tres variedades de uvas tintas y blancas y las metió en su boca.
Las saboreó, se hidrató antes de hablar con las palabras que dictaban un corazón cada vez más
acelerado por el momento de la declaración.
Su boca se sentía dulce, lista para decir las frases correctas en el momento adecuado.
Llegado ese momento, el enamorado, sin darse cuenta, había combinado una cantidad,
incalculable cantidad, de uvas tintas y blancas que encontró en su paladar una cierta
complejidad a la hora de reproducir lo que tanto había ensayado.
Se perdió en los gustos, en el aroma, en la acidez y en el dulzor, al punto tal que lo llevaron a
dejar de lado, por unos instantes, la declaración a una amada que apenas si lo conocía.
El enamorado no hizo más que volver a las vides silvestres de aquel campo cercano para
repetir la experiencia de aquella combinación de tintas y blancas, aquella explosión de sabores
y frescura que envolvieron su boca, su lengua, su paladar, su corazón.
Pasaron algunos días, algunos meses, algunos años, en dónde aquel enamorado no hacía más que repetir fórmulas, sin éxito alguna, para sentir aquella misma sensación previa a la declaración que podría haber cambiado la historia de su vida amorosa. Éxtasis y desazón, aún no había tenido una respuesta por esa abrupta interrupción tras probar un jugo único, jamás conocido con anterioridad.
Este enamorado perdido en el tiempo, había descubierto una nueva pasión, la de combinar
diferentes uvas con hollejos tintos, saber sacarlos a tiempos, y luego sí, mezclarlas con uvas
blancas. Una frescura poco conocida para ese entonces, pero que aún no lograban dar con el
sabor de aquella noche.
Una tarde, dónde el sol se escondía tras las pequeñas islas de un río europeo, el enamorado,
estando en esa especie de laboratorio, decide probar una nueva forma de hacer las cosas.
El trabajo consistía en darle más taninos y color a un tinto, pero antes, retiró parte del jugo
rosa en una etapa más temprana de la clásica elaboración del vino, y dejando aparte ese jugo
rosa pudo fermentarlo un tiempo más, con un seguimiento diario en el que probaba para que
no se le escapase el sabor de aquel momento de declaración de amor que nunca fue.
Un incalculable tiempo transcurrido se llevó los mejores años de juventud de un enamorado
que encontró su pasión en la creación de los nuevos vinos “rosados”. Tenían todo el sabor de
aquella noche nula de declaraciones amorosas. Había pasión pero faltaba algo más, faltaba con
quien acompañar tan dichoso descubrimiento, tan rico y dulce vino. Faltaba nada menos que
el Amor.
Cuando el enamorado pudo salir a ver de nuevo el mundo, se había dado cuenta de que la
dedicación, la paciencia y la pasión por redescubrir ese sabor de aquella combinación de uvas,
se habían llevado consigo parte de su tiempo, de su vida, pero también le habían dado
madurez y calma. Y decidió que era hora de declararle el amor a su antigua amada.
Como en los vinos, el paso del tiempo muchas veces es sinónimo de mejoría con el correr de
los días, meses y años, pero en el amor el resultado es francamente indescifrable.
¡Recuperar el tiempo perdido! a eso iba nuestro enamorado.
Misma calle, mismo cruce, de fondo, un campo de vides, de estación, la primavera. En su boca ya no había uvas, había ganas de un sabor nuevo, de nuevas sensaciones, había años de experiencia, pero también había
dudas e incertidumbres.
Su amada paso caminando por el cruce de las calles llena de adoquines, apenas si conocía algo
de ese hombre que vivía encerrado tratando de encontrar el sabor más dulce del vino más
rosado. Él, cordialmente, se paró delante de ella, enfrentó todos sus miedos dejando de lado el
tiempo, las dudas, la incertidumbre, y le dio paso el tintineo de las copas que llevaba en una
mano.
Con gesto reverencial le ofreció una copa de vino y la invitó a brindar. El momento de la
declaración fue un momento que nada tenía que ver con aquel de cuándo ambos eran jóvenes.
Tras el primer sorbo él quiso probar una fórmula que creía aún más perfecta ¿qué pasaría si
ese vino se combinaba con la boca de su amada? No lo dudó ni un segundo, se acercó para
captar aromas, y encontró frutos rojos dulces como la frambuesa y la grosella, y al momento
de robar ese beso, rozó sus labios, una primera sensación de acidez que aportaba frescura al
paso final por boca, hasta que la intensidad ganó terreno y encontró un sabor redondo y
equilibrado.
Ella sorprendida, él, sonriente; los dos chocaron sus copas, brindaron, y volvieron a tomar.