Crónica de una jornada a puro vino y gastronomía regional en el mega emprendimiento de Victoria, corazón fértil de Entre Ríos.
“¿Te vas a ver viñedos en Entre Ríos? ¡No me engañes! ¿Cómo es posible?”. Antes de encender el motor del auto y emprender poco más de 350 kilómetros hacia la fructuosa ciudad de Victoria, mi círculo afectivo íntimo se mostraba incrédulo.
El escepticismo tiene que ver con que todos asocian el vino con Mendoza, San Juan y toda la franja cordillerana. De ningún modo coligarían la uva con el húmedo litoral, históricamente vinculado con los pescados de río, la navegación y el infalible mate que cruza la frontera hacia el Uruguay.
De todos modos, y aunque parezca un cuento de fábulas, entre los paisajes del sur entrerriano, de cara al caudaloso Paraná, nos encontramos con viñas que dan vida a productos nobles, que empiezan a competir en las grandes ligas.
En realidad (para el asombro generalizado), no se trata de algo nuevo ni innovador. La viticultura moderna en estas latitudes es una entrañada revalorización, que vuelve a poner en valor una tradición que fue injustamente devastada.
En los albores del siglo XX, la Argentina comenzó a forjar su gran crisol de razas, de la mano de pujantes inmigrantes, que labraron la tierra con esfuerzo, entusiasmo y pasión. En su mayoría europeos, bajaban de los barcos con un sinfín de ilusiones, en busca de prosperidad en medio de la inmensidad pampeana.
De Italia y España, en su mayoría, llegaron hasta el confín del cono sur con sus más arraigadas costumbres. Entre ellas, el cultivo de la vid, algo que prácticamente nació de la mano con la Historia de la Humanidad.
Sin embargo, como tantos sinsabores que hemos vivido en estos cantos, con el advenimiento de la Década Infame, en 1930, la crisis internacional afectó profundamente la economía entrerriana, que había apostado un pleno a la elaboración del entonces denominado vino fino argentino.
Así, en 1934, el otrora presidente Agustín Pedro Justo (curiosamente oriundo de Entre Ríos), no hizo honor ni a su apellido ni a sus orígenes, y dictó la “Ley Nacional de Vinos” (Ley Nacional N° 52.137). Aquel dictamen prohibió la actividad vitivinícola en todo el territorio nacional, a excepción de la Región de Cuyo, favoreciéndola como única productora oficial de vino.
Lo que sucedió inmediatamente después de esta dolorosa imposición fue una atroz cacería contra las bodegas de la provincia del Litoral. Inspectores en tándem con hombres de las fuerzas armadas arrancaron si piedad las vides de raíz, incendiaron plantaciones enteras y perforaron toneles. Aquellos sueños de grandeza que tenían los inmigrantes se vieron destruidos en apenas un puñado de años.
Tiempo de revancha
Los párrafos anteriores empezaron a entusiasmar a mis conocidos y familiares que no creían que iba a tomar vino entrerriano. De a poco, entendieron que lo que les decía era real y que había armado el bolso con el objetivo de conocer vides a solo un puñado de kilómetros de la gran Ciudad de Buenos Aires.
Pero, volviendo a esta historia de película (con final feliz), la esperanza de que algún día la pequeña Toscana Argentina volviese a ver sus viñedos resplandecientes, fue posible. Es cierto, pasaron muchos años, dolorosos y tristes. Sin embargo, las cosas no duran in eternum.
En 1993, el senador entrerriano Augusto Alasino puso fin a la injusta ley de Justo, convirtiéndola en solo un amargo recuerdo. De este modo, acabaron las prohibiciones y comenzaron nuevos sueños e ilusiones infinitas.
Entre aquellos soñadores están Verónica y Guillermo, responsables de la Bodega BordeRío, que tomaron el gran desafío de elaborar vino entrerriano de alta calidad para reivindicar una región que supo brindar con entusiasmo y llenar copas con líquidos báquicos que vaticinaban el mejor porvenir.
Un día espléndido
Convencí a mis familiares y amigos de que mi periplo era cierto, y me lancé, sin miramientos, a la experiencia vínica entrerriana. Entusiasmado y apasionado (fiel a mi estilo), bolso en mano, puse en marcha el auto hacia Victoria, Entre Ríos, para conocer este gran proyecto denominado BordeRío.
Tras circunvalar la siempre bella y movimentada ciudad de Rosario, me mimeticé de lleno con el placentero paisaje del Litoral, entre cuchillas y ondulaciones que transmiten una paz única e irrepetible.
A medida que me acercaba a la tranquilísima Victoria, mis ganas de llegar a la bodega aumentaban con creces. Solo quería adentrarme en este emprendimiento que me había maravillado a través de fotos. Definitivamente, estaba listo para deleitarme con vinos nacidos a la vera de un inmenso río, circundado por sutiles elevaciones, vegetación y fauna autóctona, con una peculiar humedad como telón de fondo.
Pasadito el mediodía, después de cuatro horas de manejo intenso, pisé tierra firme. Atrás habían quedado los brazos del río Paraná y las ondulaciones placenteras. Con una sonrisa de oreja a oreja, a solo cien metros de Borderío, se me erizó la piel. ¡Qué estructura! ¡Qué fachada! ¡Qué prestancia! La web no me había mentido: el complejo edilicio era incluso mejor que la fotografía promocional.
Sorprendido de pé a pá, no sabía si estaba en Mendoza o alguna consagrada región del mundo. BordeRío hizo revivir la viticultura entrerriana en todo su esplendor, a partir de una bodega a todo trapo. Impactante. Notable. Soberbia construcción.
La excusa (bien gourmet) de mi visita era vivenciar un día de campo, bien patrio, entre vinos, empanadas, locros y postres típicos de la época colonial. Ya en la entrada me hicieron sentir como en casa. Cálida bienvenida para adentrarme en la nave central, donde más de 200 personas se sentaron a compartir una jornada diferente.
A pesar del frío y los días previos nublados, salió el sol y los viñedos se iluminaron de par en par. Mientras un grupo folklórico hacía sonar una y otra vez chacareras, malambos y músicas bien nuestras, agarré un suculento copón con un enjundioso Syrah y me dispuse a pasar un grato momento.
No salía de mi asombro. Lo confieso. Me sentía en una mega bodega, con una arquitectura moderna, monumental, digna de admirar. Entre sorbo y sorbo, me relajé para disfrutar una auténtica experiencia multisensorial, con gastronomía de excelencia, paisajes que invitan a meditar, viñedos y naturaleza en toda su expresión.
Rodeado de botellas, arte y gente sibarita dispuesta a pasarla muy bien, volví a maravillarme. Esta vez, con los aceites de oliva que produce BordeRío. Otra faceta más que rinde homenaje a una región que, como les comentaba, se hizo a base de trabajo y esfuerzo.
De recorrida
Una vez finalizado el almuerzo, me preparé para conocer las instalaciones. Tanques de acero inoxidable de última tecnología y los famosos huevos de concreto me custodiaban por todos los rincones. Allí fermenta el líquido que luego disfrutaremos en nuestros hogares. Allí empieza la magia vínica. Allí nacen los productos de BordeRío, que reivindica una historia que supo tener un desenlace súper injusto, hasta que todo se encarriló.
Paso siguiente, descendí hacia la gran cava, que atesora un sinfín de botellas. A través de un túnel prolongado, luego, aparece la impresionante sala de degustación con una mesa preparada para albergar a 30 personas. Es el lugar perfecto para realizar degustaciones y cenas maridadas con las selectas etiquetas de la bodega. Otra vez, sentí un fuerte impacto.
Tras una amena charla con otros paladares vinófilos curiosos, regresé al hall central. El sol estaba empeñado en quedarse, en el epílogo de una tarde memorable como los vinos degustados. Me gustaron mucho el Chardonnay, el Malbec, el Blend y, la joyita, el Syrah. Son todas etiquetas jóvenes, tomables, con tipicidad, que evolucionarán en el tiempo. Paso a paso, la viticultura entrerriana, quiere consolidarse y salir a competir de igual a igual con otras regiones.
Tiempo al tiempo. El puntapié inicial lo han dado con empuje y calidad. Entre Ríos empieza a elaborar vinos honestos, nobles, que tienen un enorme camino por delante. Por lo pronto, los cimientos están firmes y un horizonte infinito le espera a esta pujante provincia.
Fin del recorrido. Me fui más contento de lo esperado. No hay nada más lindo que superar las expectativas. Tener una fuerte ilusión respecto algún tema y superarlas sobradamente llena alma y corazón. ¡Hasta la próxima, BordeRío!