En “El sueños de los héroes”, una de las mejores novelas de Adolfo Bioy Casares, se narra la historia de Emilio Gauna, quien gana una buena suma en el hipódromo y decide gastársela en tres días de farra en los carnavales de 1924. Gauna termina despertándose en los lagos de Palermo con más dudas que certezas y su memoria alcoholizada solo guarda retazos de esas noches con amigos en el Armenonville, uno de los cabarets más lujosos de la época.
Tres años después, ya casado y alejado de su vida de malevo, vuelve a ganar dinero con los caballos y decide repetir aquellos “días locos”. Íntimamente quiere reconstruir al detalle todo lo vivido para llegar a la noche última que lo obsesiona desde hace tres años. El final es fantástico (en el sentido de género y de valoración de la obra), pero no voy a contarlo. Lo que me interesa es la sensación que tiene Gauna de que a pesar del esfuerzo no se puede volver a lo vivido tres años atrás, la ciudad ha cambiado, él y los otros ya no son como antes y, sobre todo, su percepción de los otros es completamente diferente.
Hace poco terminé de releerlo y me puse a pensar en cómo la experiencia cambia las percepciones que tenemos. Y llevándolo al tema vinos esto es bastante evidente, al menos para mí (y otros tantos como yo, tal vez vos) que me “tomo” la cosa en serio, estudiando, catando y aprendiendo con cada copa. Aquel vino favorito de hace unos años, ese que fuera nuestro caballito de batalla, ya no es lo mismo hoy. ¿Qué ha pasado en este tiempo? Nuestro paladar ha cambiado y las tendencias del vino argentino también.
Nosotros
Nuestro paladar va cambiando, es un hecho. Piensen en cuántas cosas que no nos gustaban de niños/jóvenes nos fascinan de adultos. Con respecto al vino evolucionamos como catadores y la razón es que el vino es un gusto adquirido, cultural. Lo dulce, por ejemplo, nos gusta desde la cuna, es un gusto innato y que nos agrada. Lo amargo como el café o los ácidos más intensos son gustos que incorporamos a medida que crecemos. “La apreciación del vino es un gusto adquirido”, explica la enóloga chilena Adriana Cerón, “requiere ir probando y entrenándose hasta que su aroma y su sabor se hagan familiares. En este sentido hay un camino lógico que es iniciarse en el consumo con vinos que impongan menos desafíos, con acidez moderada en el caso de los blancos y muy suaves en el paladar en el caso de los tintos”.
A medida que crecemos como consumidores vamos dejando de caer en la trampa de lo dulce y disfrutando la parte “difícil” del vino: descubrir aromas ocultos, disfrutar de la acidez vibrante de algunos, prestar atención a las texturas, reconocer varietales y formas de vinificación. A veces nos lleva a pensar que los vinos deben contenerlo todo, ser difíciles, y ahí nos equivocamos, porque nada es malo sino que es diferente y válido en sí mismo. Es como gozar un día de la literatura despojada y maledicente de Bukowski y otro del ingenio borgeano sin que la existencia de uno niegue la del otro o la posibilidad de disfrutarlos.
Los vinos
En nuestro país, la industria ha ido transformándose desde la década del 90 cuando resurgió desde sus cenizas. En aquella época que nos parece tan lejana, el nivel de tecnología aplicado a la elaboración de vinos era mucho más bajo que ahora (que no te extrañe ver drones sobrevolando viñedos para hacer mapeos), la búsqueda iba más para el lado de la cantidad que de la calidad y el estilo francamente atrasaba. Con la llegada de los flying winemakers y el descubrimiento de esa joya en bruto que era el Malbec, el nivel de crecimiento fue geométrico y nos hicimos un lugar en la escena mundial.
Sin embargo, el camino no era seguir una fórmula como pareció en un primer momento y el estilo se fue ajustando. Por supuesto que caemos en modas todo el tiempo, de ponerle madera nueva y con tostado intenso a todo (quizá el memorioso recuerde la tendencia del 200% de barrica) a la búsqueda desesperada actual por los suelos calcáreos, la acidez extrema y la crianza en recipientes de concreto como sea.
Más allá de las modas, hay cambios que quedaron y le hicieron bien a nuestros vinos: la bajada paulatina del grado alcohólico, la cosecha menos madura, la disminución del uso del roble, la búsqueda y el respeto de la expresión del terruño. Quizá tu vino de cabecera de hace unos años, ese que te hizo apasionarte por esta noble bebida haya vivido alguno de estos cambios.
Uno de los primeros libros sobre el tema que leí fue el “Manual del vino argentino” de Jorge Dengis, en uno de sus capítulos el autor jugaba con la idea de Heráclito del cambio constante y que, por lo tanto, “ningún hombre se baña dos veces en el mismo río”. Como el vino es materia viva que evoluciona en nuestra botella es virtualmente imposible tomar dos veces el mismo vino. En sentido estricto dos vinos embotellados uno tras otro evolucionarán de distinta manera, una diferencia en el corcho, en la forma de guardado o pequeños detalles harán que a la larga un vino difiera del otro. Aunque suene a exagerado es técnicamente cierto.
Al respecto podría agregar algo que nos pasó en una cata a ciegas realizada en una vinoteca. Se iban a beber alrededor de unos doce Malbec y a quien guiaba la cata se le ocurrió hacernos la travesura de meter tres veces el mismo vino. Uno fue el primero, otro estuvo al medio y, como es de esperar, el tercero al final. Como la cata era a ciegas no sabíamos qué nos servían, pero lo curioso es que percibimos cada vino en forma diferente y hubo catadores que lo manifestaban de forma muy efusiva. La subjetividad pudo haber pesado, pero en el fondo lo que pasó es que tras varios vinos probados nuestro paladar deja de ser el mismo.
En fin, disfrutemos nuestra copa de vino de hoy, porque el de mañana no será igual.