Buceamos en tres historias conectadas entre sí, con tintes legendarios.
Muchos productores de vino mantendrán, sin duda, con gran orgullo, que sus vinos son conocidos desde hace una muy buena cantidad de años o siglos. La uva, destinada a la elaboración del vino (o no) ha sido desde sus orígenes un cultivo sumamente valorado , pues su contenido en azúcar la ha asociado a determinado tipo de alimento de lujo: los dulces.
Los ennegrecidos dientes de Isabel I de Inglaterra e Irlanda eran, en cierto sentido, un símbolo inequívoco del estatus social, ya que evidenciaban que podía comer tantos dulces como ella quisiera. Eran, en definitiva, un emblema del poder.
En la Cuenca Mediterránea, cuna de un sinfín de vinos memorables, no siempre ha sido posible producir el vino bastante dulce como para convertirlo en irresistible. El vinagre es muy útil, pero no en todos los casos y tiene, incluso, sus limitaciones en la cocina.
¿Qué ocurrió con muchos de los vinos que no triunfaron como bebida agradable al paladar, como los procedentes de viñedos de montaña, donde el sol no hacía madurar las uvas suficientemente? ¿Qué pasó con aquellos vinos que fueron resultado de una fermentación y elaboración deficiente?
Historia del vermut
Hipócrates (hacia 460-377 a.C.), padre de la medicina, nació en el seno de una familia de destacados expertos físicos y médicos cirujanos. Ya sabían, con creces, que el uso de hierbas, cortezas, flores, frutas y especias realzaba el sabor de los vinos y, además, les confería ciertas propiedades medicinales muy apreciadas.
Si bien esos aditivos eran conocidos en todas las escuelas de medicina, uno de ellos era especialmente recurrente: artemisia absinthium, nombre que designa al ajenjo con el que se elabora el vermut.
Las bebidas con un carácter ligeramente amargo no se consideraban buenas por el simple (y erróneo) concepto según el cual “si es desagradable, te hará bien”, sino que eran muy apreciadas, también, por su capacidad para despertar un paladar dormido. Por otra parte, no se puede afirmar que las bebidas amargas sean afrodisíacas, aunque muchos así lo piensen.
El vermut es, cómo no, un vino. O, mejor dicho, su base es el vino. Nació como tal y debe considerarse como tal. Al igual que los vinos, el vermut puede envejecer mal si no se le presta atención en la guarda. Este un dato no menor para aquellos que no están detrás del cuidado de esta bebida en casa.
La utilización de hierbas, especias y otros ingredientes dieron vida al vermut, que empezó a elaborarse comercialmente en la ciudad de Torino, en el Piemonte italiano, en el siglo XVIII. Otras marcas de otros lugares, como aquellos que tuvieron que enfrentarse al hecho de que el mercado no podía considerar sus caldos como vinos de mesa (los Marsella y los Chambéry), se transformaron en los grandes referentes del vermut hasta la actualidad.
Hasta hace muy poco tiempo, era habitual hablar de vermut dulce o italiano y vermut seco o francés. Sin embargo, de hecho, los grandes productores de vermut hacen ambos tipos, siempre con sus propias recetas y modos de elaboración. El vermut Chambéry es, tal vez, algo diferente, pues siempre se ha bebido solo y no en combinación con otras bebidas.
El importante saber que, como se decía a la vieja usanza, el vermut también puede deteriorarse si se deja abierto indefinidamente, pero basta con tenerlo tapado y en la heladera para mantenerlo adecuadamente durante unos días (no demasiado tiempo).
Los viajeros harían bien en consumir los vermuts locales, especialmente en los países mediterráneos como España, Italia, Francia o Creta, país en el que crece la hierba ditatani perenne, muy apreciada por productores de vermut de todo el planeta. Es aconsejable saber que los tipos de vermut pueden ser diferentes en cada país. Por ejemplo, un vermut seco puede ser considerado semidulce en un lugar donde el vermut dulce es menos dulce de lo que el viajero sibarita espera.