Durante décadas, fue el “patito feo” de los vinos. Que no tenía sabor, que era insulso, que el color era indefinido, que no se sabía si era tinto o blanco y hasta que era solo para principiantes, han sido algunas de las calumnias que soportó el vino rosado.
Sin embargo, a tono con la sostenida evolución de la viticultura nacional, hoy los rosados son muy buscados por los consumidores locales. ¿Por qué? Comencemos con 5 buenos motivos:
1. Porque son versátiles a la hora de maridarlos con diferentes platos.
2. Porque son frescos y dinámicos.
3. Porque son frutados en el paladar.
4. Porque van bien como aperitivos.
5. Porque son una opción enogastronómica infalible (siempre, por supuesto, con moderación).
Más sobre rosados argentinos
De renombrado prestigio en la región de La Provence, hoy los rosados argentinos respetan ese estilo de elaboración. Poca coloración (apenas un color rosé tenue), acidez refrescante y sabores envolventes, refinados y elegantes. He aquí la nueva moda rosada en estas latitudes.
Los rosados son, además, vinos ideales para ser bebidos jóvenes, en el año de cosecha o posterior, pues tienen un corto potencial de guarda. Ello hace que se sumen muchos paladares jóvenes en relación a su consumo. Antes de una comida entre amigos, en una cena formal o en la previa de un encuentro gastronómico familiar, una copa de rosado nos abre el apetito y nos predispone a disfrutar, luego, los placeres sensoriales de la buena mesa.
Además de esta agilidad en boca, cuando pensamos en la combinación con un plato, el rosado es un auténtico camaleón. Va con picadas, carnes blancas, carnes rojas (de preferencia, magras), mariscos, frutos de mar y hasta risotto. Fácil de beber, tiene una gran versatilidad si lo pensamos en función de las armonizaciones.
Atractivos en color, aromas (son súper expresivos) y frescura, la evolución de los rosés en estos pagos atrapó la atención de los sibaritas. Por su elegancia, fineza y ductilidad, estos vinos conquistaron hasta los más incrédulos, que se negaban a disfrutar una copa.
Además, el vino rosado es una alternativa estupenda al vino blanco. Se disfruta a temperaturas bajas (de 8 a 10 grados) y tiene, por otra parte, esa complejidad que le aportan los taninos. Recordemos que para elaborar un rosé, sí o sí tenemos que pensar, de base, en una variedad tinta (el hollejo le da el color al líquido).
El rosado, en ese sentido, es un vino más completo que el blanco, sin perder frescura, ni expresión aromática. Buena acidez, arrastra bien platos grasos y hasta favorece una óptima digestión. Por todas estas razones, en sintonía con las mencionadas con anterioridad, los rosés ganaron terreno, incluso, en mesas en las que los asados y las pastas dominicales solo “piden (o pedían) tinto”.
Como aperitivo, con cualquier comida y en cualquier comida, el rosado es polifacético. “Peligrosos” de beber porque se “toman fácil”, su frescura nos hace pensar, también, en lugares y circunstancias diferentes. Una copa de rosado nos lleva, indefectiblemente, a una terraza de verano, un patio o jardín al aire libre, una salida con amigos y un buen picnic primaveral cuando cae el sol.
Si pensaban que los rosados son insulsos, sin sabores ni aromas, hemos visto y analizado todo lo contrario. Son vinos vivaces, con aromas prominentes y un sinfín de sensaciones frescas que nos invitan a hacer un buen “chin chin”.