Que son de principiantes. Que les falta cuerpo. Que son insulsos. Que son femeninos. Que no son tintos ni blancos. Que “no son serios”. Y que son, apenas, “unos vinitos” más.
¡Ufff! Cuántos calificativos negativos han recibido en nuestro país los rosados (o rosés, como se los suele llamar ahora), que, sin duda, han sufrido demasiado bullying en los últimos cuarenta años.
Otrora elaborados sin profusa calidad, adquirieron la triste fama de vinos sin mucho valor afectivo ni económico a partir de numerosas razones.
Por un lado, el cepaje no figuraba en las etiquetas. No se sabía si estaban hechos con uvas Malbec, Syrah, Merlot, Pinot Noir o si se trataba de blends. Muchos paladares aseguraban que eran mezclas poco atinadas de blancos y tintos. Nada de nada se conocía, en profundidad, hace un puñado de décadas.
Por otra parte, el color híper concentrado, símil chicle de frambuesa que suelen mascar los adolescentes en la escuela, alejaba al consumidor. Esa tonalidad tintorera carecía de atractivo y en la mente del público había un rechazo a primera vista.
Un tercer motivo de distanciamiento entre los sibaritas y los rosés ha sido el inentendible prejuicio. Siempre se vinculó estos productos exclusivamente a la mujer. Mito totalmente desacertado que, de todos modos, ganó terreno en vinotecas, restaurantes y espacios enogastronómicos.
De todos modos, en el último decenio, este panorama cambió de manera radical (para mejor). Me atrevería a decir que los argentinos recién ahora empezamos a disfrutar los vinos rosados y a reconocer sus infinitas virtudes.
Cambio de chip
Las bodegas entendieron que si seguían presentando en el mercado rosés a la vieja usanza iban a encontrar un callejón sin salida. Un camino inhóspito que las conduciría derecho al fracaso una y otra vez. Entonces, hicieron un click para hallar la solución al problema.
De poco, empezaron a lanzar etiquetas con una tonalidad rosadita casi imperceptible. En la jerga actual, nos referimos al color salmón o “piel de cebolla”, por la sutileza y fineza visual que ofrecen en las góndolas.
Hoy, copó la parada una paleta cromática sutil, casi transparente, muy diferente a la intensa tonalidad fosforescente que vimos en vinotecas y restaurantes entre las décadas del setenta y noventa.
“Estilo Provence”. Así se denomina el nuevo estilo de vino rosado argentino, en honor a la región francesa más chic de todas, famosa por elaborar este tipo de vinos de máxima calidad, con apenas un dejo pink.
De este modo, aquellos exponentes pesados, densos y poco atractivos, se transformaron en ágiles, frescos, frutados, sofisticados y, ante todo, versátiles. Ahora, esos vinos que no conquistaban ni al más desprevenido, son muy codiciados en el competitivo mercado nacional y hasta cuestan unos buenos mangos. ¿Quién hubiera imaginado precios que superen, en la actualidad, los mil pesos?
Lo mejor del new style rosé es su función de comodín. Se adapta a cualquier situación enogastronómica. Va de maravillas como aperitivo, en perfecta sintonía con el clásico mix de hojas verdes primaveral, junto a pescados de todo tipo y factor o, incluso, con carnes magras. Todos platos furor en tiempos en los que el sol calienta la Tierra con agrado.
Asimismo, los rosados son ideales para acompañar picnics y picadas al aire libre, un clásico de la época más romántica del año. Si en una suculenta tabla hay bondiola, jamón cocido y crudo, quesos enmohecidos, mortadela, aceitunas, salchichas, quesos duros y hasta azules, la mejor opción es el rosado. Se amolda de maravillas a estos disímiles fiambres y embutidos, que presentan características organolépticas opuestas.
Maceración corta, garantía de calidad
Históricamente, los rosados argentinos han sido subproductos de tintos de alta gama. Es decir, se obtienen a partir de la extracción de un 20% del total del líquido.
Este proceso conocido en términos vínicos como sangría o sangrado permite obtener dos vinos a partir de una misma uva. Por supuesto, todas las loas se las lleva siempre el tinto, pues al perder el mencionado porcentaje de líquido, concentra mayor cantidad de color, aromas y sensaciones sápidas.
En los tiempos que corren, el método de elaboración evolucionó con creces. El camino indicado para llegar a producir rosados de gran nivel es la maceración corta. Se deja el hollejo en contacto con el mosto durante apenas un puñado de horas (entre dos y ocho) para no transferirle demasiado color ni tanino al futuro vino. Luego, se fermenta a bajas temperaturas (símil vino blanco) para preservar muy bien los aromas y obtener una explosión de frutas que engalanen el paladar, a pura emoción.
En definitiva, los rosados dejaron de ser simples vinos para convertirse en una de las alternativas más atinadas del maridaje. Pueden beberse solo, al lado de la piscina en el epílogo de la primavera, pero también combinan con un sinfín de comidas los 365 días del año.
Consejo de un viejo periodista del mundillo vínico: anímense a degustar la nueva oleada de etiquetas rosadas, pierdan los temores y tiren al tacho viejos prejuicios. Estos vinos llegaron para dar vuelta un partido que parecía imposible ganar y merecen la pena ser bebidos. ¡Salud!
Tips imperdibles
- El rosado va muy bien como aperitivo.
- Acompaña entradas como carpaccio de lomo, ahumados, ensaladas de pasta fría o caprese y embutidos.
- Se entiende de maravillas con pastas, carnes magras, pescados, risotto con vegetales, pizzas con tomate y empanadas variopintas.
- Imprescindible en elaboraciones picantes al mejor estilo tacos, curry asiático o ceviches peruanos.
- Combina a la perfección con piezas de sushi y platos del Lejano Oriente.
- Deben disfrutarlo dentro de 1 o 2 años desde su cosecha. Los rosés no tienen un gran potencial de guarda. Ya empezaron a aparecer las primeras etiquetas 2020, súper frescas, frutadas y con una acidez envolvente, que deleitan los paladares.
- Las uvas que dan vida a los rosados actuales son, en general, delicadas y poco tánicas. Así, proliferan en nuestro mercado los rosés de Malbec, Merlot y Pinot Noir.